Circuitos
Catalinas Sur, un encantador barrio de La Boca
Baldosas rosas. El piso de Catalinas Sur marca la primera diferencia con el resto del gris de la Ciudad. Mi imagen de ese lugar se sintetiza en dos franjas de colores. Abajo, el suelo de un tono salmón. Arriba, el verde de los interminables árboles. Hablo de un pequeño barrio ubicado en la entrada de La Boca, entre el Hospital Argerich, la autopista Buenos Aires-La Plata y la calle Necochea. Son apenas once manzanas, pero ahí viven cerca de 10 mil personas. Es un rincón urbano que no tiene asfalto. Sólo veredas: los autos no pueden pasar. Y es el mejor lugar de Buenos Aires para ser chico.
Tiene 50 años. Es uno de los complejos habitacionales hecho por la Comisión Municipal de la Vivienda en la década de 1960. Supo forjar carácter y hoy algunos hablan de él como “un oasis” dentro del caos porteño. Tan equivocados no están. Nunca, hasta que me mudé fuera de Catalinas, había escuchado el ruido de un colectivo desde la ventana. Puedo asegurar que hace menos calor que en el resto de la Ciudad: el cielo está cubierto por jacarandás, palos borrachos y otros muchos árboles que crean un viento constante. Huele a tierra y a pasto cortado. Los vecinos salen a tomar fresco de noche, se cuidan entre sí, mantienen el espacio. Hay un lema con el que firman carteles y paredes cuando hacen arreglos comunitarios: “Por amor al barrio”.
Se llama oficialmente Alfredo Palacios, en honor al primer diputado socialista argentino, que era también boquense. Hay 28 edificios y cinco complejos de dúplex, que bautizamos “las casitas”. Cada construcción está pintada de un color distinto y tiene su jardín, sus chismes e historias. Entre medio, cinco plazas y dos colegios: las familias tradicionales mandan a sus chicos al Emigrantes, de curas; los “progres” o los que no tienen plata, a la Primaria N° 8, el Della Penna. Ahí fui yo.
Como los departamentos no son muy grandes, la vereda funciona como un patio donde los 10 mil habitantes de Catalinas salen a diario para mezclarse y convivir. Siempre, y más ahora en verano, la gente está en la calle. Charlan, pasean perros, caminan, discuten. De esos intercambios surgió el Grupo Catalinas Sur, el primero de teatro comunitario del país.
Al barrio puede entrar y salir quien quiera, es completamente público, como cualquier cuadra de Buenos Aires. Sólo que un poco distinto. Imagínese que hace un año se muere un gato callejero. Los vecinos que lo cuidaban se juntaron para hacer el duelo. Mandaron a filetear un cartel: “Acá paraba Toto, un gato catalino”. Ahora está a la vista de todos, en el jardín del edificio 8.
No mucho más de una década atrás, La Boca se inundaba. Mucho. Como sucedió todo el siglo pasado. Cuando venía Sudestada, Necochea se convertía en un río. El agua llegaba al metro y tapaba autos, veredas, negocios. Catalinas fue construido en altura y entonces quedaba aislada, como una isla, como lo que a veces parece ser. Mis papás y todos los otros adultos que tenían que ir a trabajar, se arremangaban los pantalones para llegar a tomar el colectivo en la avenida Almirante Brown. Los más chicos nos quedábamos adentro.
Pertenezco a la tercera generación en mi familia que viene de allí. Mis abuelos fueron jóvenes en el departamento desde donde mis hermanos y yo tirábamos bombuchas a la vereda en carnaval. Fueron unos de los primeros habitantes del lugar y sus nietos continúan ahí. No es el único caso: rara vez la gente que llega a Catalinas se va. Y si lo hacen, muchos vuelven para criar a sus hijos.
Haber crecido ahí es una de las cosas que más agradezco a la vida o a mis padres o a quien corresponda. De chica aprendí que uno puede realmente querer un lugar. Más allá de las personas que lo habitan o de lo que haya pasado en ellos, los espacios nos moldean.
Gracias a él, pasé mi infancia a un radio de 200 metros de mis amigos. Para ir a cualquiera de sus casas, al colegio o a la plaza no hay que cruzar calles. Entonces desde los primeros años de escuela nuestras madres nos dejaban salir solos. En ese entonces nos creíamos completamente libres y no teníamos más de 12 años. Tuvimos hasta una rayuela en la vereda. Pasó un tiempo, no tanto, y esa lógica no cambió. Aún hoy, cuando los casos de inseguridad son noticia diaria, el barrio está lleno de nenes que salen solos a jugar a la pelota, andar en bici o patinar. Y cada vez que lo recorro sopla el viento, huele a verde y me reencuentro con caras viejas y mis ganas de volver.
Fuente: Clarín
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