Social
Librerías porteñas ofrecen una segunda vida a ejemplares que no están de moda
Pasado un tiempo, las grandes editoriales locales “castigan” a los libros que ellas mismas publican. Como cualquier otra mercancía, el libro tiene un período de obsolescencia: el de los materiales impresos, ya sea la investigación periodística sobre el corrupto de turno o la “trepidante” novela policial de un narrador actual, suele rondar los dos años en algún sello y poco más en otro. Para las editoriales, mantener en depósito esos millares de ejemplares no vendidos es más costoso que rematarlos a un precio irrisorio o destruirlos ante la presencia de un escribano impasible.
Los títulos cuyas ediciones no se agotaron pasarán a ser vendidos en lotes a los “bolseros” o “salderos”, que compran cantidades de libros en forma indiscriminada, esto es, sin posibilidad de selección, o en un sistema denominado “de retorno” omiddle price a distribuidores que trabajan con grandes cadenas de supermercados. Los “salderos”, a su vez, venden esos libros a libreros que administran negocios de saldos y usados. Otras editoriales locales, que consideran un desprestigio la llegada de sus libros a las mesas de saldo, evitan rematarlos a cualquier costo.
La excepción en ambos sistemas (el remate de saldos o el sistema de middle price) la constituyen los autores nacionales, a quienes por contrato los sellos deben informarles que sus ejemplares no vendidos están disponibles para ellos a un costo mucho menor que el precio de tapa. “El autor es el principal socio de nuestra editorial y debemos cuidarlo”, comentan a coro los gerentes de ventas de los grandes sellos. Pero algunos escritores se desentienden de los asuntos comerciales o no pueden costear el gasto; por ese motivo, es posible encontrar a veces títulos relativamente recientes de autores nacionales en mesas de saldos de la avenida Corrientes, en Belgrano, en San Telmo, en el Carrefour de Quilmes o en el Jumbo de Lomas de Zamora.
Un ex accionista de la cadena de librerías Fausto, José Luis Retes, es hoy uno de los principales distribuidores de libros de saldos. Fue también el creador de la librería Dickens. “Rompió esquemas en ese nicho -comenta Raúl Robledo, gerente de ventas de Planeta-; abrió una librería «de línea» para vender libros usados y de saldos. El libro de saldo es algo necesario en el mercado. Hay un tipo de público que lee esos libros, novelas de género, biografías, autoayuda; que consumen ese tipo de libros a un costo menor que el de uno nuevo.” En varias librerías de la avenida Corrientes se ven ejemplares en perfecto estado editados por RBA, Duomo, Seix Barral, Gredos o Emecé; en las mesas de saldo comparten espacio títulos de Evelyn Waugh, Vladimir Nabokov, Mariano Dupont, Luisa Valenzuela, David Safier y Colin Thubron, ofertados en precios van de los $ 60 a los $ 150.
Saldos vip
En las librerías de saldos y usados hay libros más exitosos que otros. Los títulos que integran colecciones de diarios -primero vendidas en puestos-, ya sean de filosofía, de literatura universal o argentina, de novelas policiales o de biografías de personalidades, son los más buscados por algunos lectores.
“Son libros de autores importantes a un precio relativamente bajo, en ediciones cuidadas”, dice Robledo. En Libertador, en la avenida Corrientes 1851, se agotan las novelas de suspenso y las policiales publicadas por Planeta, V&R, Ediciones B y todas aquellas empresas editoriales que, según Marcelo Flores, encargado del negocio, “no se quedan con mucho fondo editorial y deciden liquidarlo”.
Allí, como en otras librerías de saldos y usados, muchos trabajadores son considerados empleados y no libreros: los libros están dispuestos en mesas, cajones y bateas con precios bien visibles. “Se tiende al autodespacho”, explica Flores.
Hace tiempo, Libertador también se dedica a la edición de libros clásicos y otros cuyos derechos de autor han caducado, con traducciones propias o públicas, y que suelen formar parte de bibliografías solicitadas en escuelas.
Santiago Arcos es otra editorial que al comienzo fue una humilde librería de usados en Puán 467, en los 90, ubicada cerca de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Su catálogo es el de un sello “de autor”, independiente, donde figuran libros de autores contemporáneos, como Jimena Néspolo, Pablo Chacón o Juan Bernardo Cejas, además de una Biblioteca David Viñas y traducciones de obras poco conocidas de Henry James o Marina Tsietáieva.
Otras librerías, como El Banquete (Cabildo 1107), Brujas (Rodríguez Peña 429) o Lucas (Corrientes 1247), se abastecen además de bibliotecas privadas vendidas por motivos de mudanza, necesidad económica, falta de espacio o la muerte del propietario. En este último caso, los herederos venden el lote a libreros, a quienes contactan por avisos en diarios, por los elocuentes cartelones de sus negocios (“Compro libros usados y bibliotecas”) o por Internet.
Hernán Lucas, librero y poeta, es autor de Aquilea. Crónicas de una librería (Bajo La Luna), que reúne anécdotas de su experiencia como librero, observaciones sobre los clientes e incluso apuntes sobre la industria del libro: “Tal vez el futuro de las librerías esté en los barrios pobres. Los libros, que poco a poco pierden valor a manos del ebook, tal vez en estos lugares lo mantengan, e incluso aumenten”.
En Aquilea -“Aquí lea”, bautizada así en homenaje a Invasión, la película de Hugo Santiago con guión de Bioy y Borges-, los libros “se compran en firme, no en consignación”, dice Lucas. “Bien manejada, y en un local bien ubicado, una librería de saldos y usados te permite vivir. Cuando voy a tasar los libros que una persona quiere venderme (que tal vez fue coleccionando a lo largo de su vida), puedo acceder, también, a una especie de trayectoria espiritual. Se me ocurre que los clientes pueden llegar a pescar algo de eso”, comenta. Hace poco, Lucas compró la biblioteca de Elsa Bornemann, por lo cual el local de Corrientes 2008 está colmado de libros de poesía y de literatura infantil y juvenil.
Clientes reales y de papel
“Tengo una clientela fiel por el material que vendo: sociología, filosofía, marxismo, historia”, comenta Sergio Lejder, de Brujas. Él posee, a diferencia de lo que ocurre con el personal de otras librerías porteñas, gran experiencia como librero. Trabajó desde 1985 hasta 2001 en Fausto, luego temporadas breves en Losada y Hernández hasta 2004. En 2008 compró el fondo de comercio de Brujas, una de las pocas librerías exclusivas de usados de la ciudad junto con El Vitral, en Montevideo 108, y El Túnel, en Avenida de Mayo 767.
¿Cuáles son sus criterios para comprar un libro usado? “Ante todo, me fijo en título y autor; luego, el estado del libro. No importa si la tapa o alguna página está suelta; lo importante es que no falten páginas. También es importante la traducción”, dice Lejder.
El circuito clásico de los cazadores de libros usados de las avenidas de Mayo y Corrientes (desde Callao hasta Cerrito hay once librerías del ramo) ha sido reflejado en ficciones de autores nacionales con realismo y nostalgia, como en El juguete rabioso, de Roberto Arlt; en el genial Prontuario, de David Viñas (donde el protagonista advierte que no hay nada más triste para un autor que ver los libros propios en las bateas de un peso en las librerías de usados), o en Los inmortales, de Claudio Zeiger.
También Leopoldo Marechal, Marcelo Birmajer, Álvaro Abós y Damián Tabarovsky relatan episodios de búsquedas, apropiaciones indebidas o fabulosos hallazgos de “libros difíciles” en sus crónicas. Esos escritos reservan episodios de encuentros inesperados en espacios visitados por, como apunta Lucas, “verdaderos salvajes, capaces de subirse a escaleras altísimas, bancarse el calor y el frío (estas librerías no tienen aire acondicionado, la entrada es abierta, son medio cuevas) en pos de algún título que los obsesiona”. Salvajes lectores. NR
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