Buenos Aires, 04/12/2024, edición Nº 3758
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Volvió un clásico porteño: tras casi un año, reabrió el bar Los Galgos

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Una mañana de enero el bar Los Galgos amaneció con las persianas bajas y un cartel de “Cerrado por vacaciones” y no volvió a abrir: su dueño, Horacio Ramos, había fallecido en octubre de 2014 y sus sobrinos no lograban sacar el negocio adelante. Julián Díaz –sommelier, bartender, cocinero; creador del bar 878 junto a su mujer Florencia Capella– vio el local de Lavalle y Callao cerrado y primero pensó que era un delirio. Volvió unas cuantas veces hasta que tomó (tomaron) la decisión. Y la última mañana de noviembre esas persianas volvieron a subir manteniendo la esencia que lo convirtió en bar notable. Pero renovado, claro.

“La idea fue recuperar la estética y el emblema del lugar, pero aggiornando un poco el producto porque lo que había era poco competitivo”, resume Julián. Para Don Horacio, al frente de Los Galgos durante 65 años, las cosas eran simples: “Este es un bar de café, sanguches, picadas y punto”, afirmaba tajante en una entrevista publicada en Clarín en 2013. Decía también que la gente había dejado de frecuentar mostradores y se había alejado de la barra, que para él era el lugar para meterse en las conversaciones de los demás (tal vez porque nunca compartió mesa con una periodista, pero ése es otro tema).

El bar había sido fundado en 1930 por un asturiano fanático de las carreras de perros y en 1948 pasó a manos de la familia Ramos. Primero José, después sus hijos Alberto, Inés y Horacio. Enrique Santos Discépolo era uno de los habitués. “Vivía en la otra cuadra. Venía a la barra, tomaba algo y se fumaba un pucho. Siempre parado. A la madrugada volvía con amigos”, contaba Horacio en la nota.

También eran clientes Aníbal Troilo, Julio De Caro, Enrique Cadícamo, Oscar Alende, Ricardo Balbín y el ex presidente Arturo Frondizi. “Alende nunca se dejó invitar ni un vaso de agua. Un día insistí y amenazó con no volver nunca más”, contó también.

Para recuperar la estética del lugar, salieron a buscar las piezas de carpintería que habían sido rematadas unos meses atrás. “Las paredes eran de madera de roble muy trabajadas, un estilo muy propio de la década del 30. Boiserie, carpintería, las puertas y sus marcos, nos pusimos a restaurar porque algunos sectores estaban irrecuperables”, detalla Julián. Y apunta: “No queríamos que se convirtiera en un lugar melancólico ni masificado para turistas: que sea un lugar vigente con estética clásica”.

En cuanto a la propuesta gastronómica, sumaron parrilla y morfi porteño (milanesas, matambre arrollado y todos los etcétera de las cartas locales). “Mantenemos el espíritu de la sanguchería. Y queremos trabajar muy fuerte a la hora del aperitivo, con vermú de grifo, cervezas tiradas e ingredientes. Reforzar el día pero también la noche, porque el bar estaba cerrando a las 6 de la tarde, una picardía en pleno Centro”, sigue Julián.

Cuentan los vecinos que para Don Horacio, que vivía en el departamento que está arriba del bar, los clientes más importantes eran los mismos vecinos del barrio, las maestras de la escuela Normal, o el sastre que se servía solo las medialunas. Y celebran el regreso.

“Todos los días aparece gente que nos agradece como si le hubiésemos devuelto algo a la Ciudad. También porque no lo transformamos en una cadena. Es impresionante el nivel de apropiación del lugar y de la situación que hay en el barrio”, confirma Julián. Tal vez esa sea la esencia que lo convirtió en bar notable. Y se mantiene, claro.

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