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La histórica pizzería de Belgrano que fue rescatada por un antiguo cliente
Tras enterarse de su cierre en pandemia, Gonzalo Louro le dio una nueva vida al lugar en el que pasó su adolescencia

En la avenida Cabildo el movimiento es incesante durante gran parte del día: autos, colectivos, gente que entra y sale de locales, franquicias de comida rápida y tiendas de ropa que cambian de vidriera cada semana. En medio de esa postal moderna, hay una fachada que parece resistir el paso del tiempo. Desde su cartel de letras de chapa y neón, Pizzería Burgio invita a un pequeño viaje en el tiempo hacia una Buenos Aires que aún sobrevive.
“Yo crecí en Villa Urquiza. Para mí, esta parte de Belgrano era el centro. Rara vez iba a la avenida Corrientes. Acá teníamos todo: con mis amigos encontrábamos lugares para juntarnos, para salir de día y de noche, para hacer alguna compra. Y esta era nuestra pizzería. El lugar de paso para comer algo rico”, cuenta Gonzalo Louro, propietario y encargado desde 2022, luego de que la pandemia terminara con el proyecto original, casi 90 años después de su arranque.
“Siempre me atrajo la propuesta y la experiencia: las barras, el acero, el mobiliario. Son un formato propio de esta ciudad, lo más parecido a una comida callejera que existe en Buenos Aires. Es cultura, es identidad”, resume Louro.
—¿Tenés una historia con la gastronomía, o este rescate fue puramente nostálgico?
—Soy de familia de gastronómicos. Mi viejo, inmigrante gallego, hizo el clásico recorrido junto a mi tío y otros españoles, haciéndose de abajo en la cocina hasta tener local propio. Mi papá tuvo los suyos, y yo, siendo muy joven, también abrí una hamburguesería y una pizzería por el centro. Me forjé en el oficio, aprendí de gestión, de administración, sé “leer” la ciudad y sus gustos, y con mi familia seguimos siendo parte del negocio. De cualquier manera, el proyecto de Burgio tiene un costado emotivo muy grande. La puesta en valor tenía que ser rentable, pero para mí también era una vuelta al barrio y una especie de sueño cumplido. Sabía que me hacía cargo de algo con historia; no era solo un local, era conservar parte de la ciudad.
—¿Qué podés contar de la pizzería, antes de tu llegada?
—Burgio era un clásico. Se inauguró con su horno a leña en 1932 y fue una de las primeras pizzerías de la ciudad. La abrió un italiano, Giuseppe Burgio, y en 1960 la compraron unos asturianos. Eran diez socios, amigos. Era lugar de paso obligado y se sostuvo en el tiempo con una pizza muy característica. De este lado de la capital, quizás comparable solo con La Mezzetta y su fugazzeta. Tuvo mejores y peores épocas, pero la pandemia fue definitiva. Los dueños de ese momento que eran Ramiro (uno de los amigos de Asturias) y Fernando (hijo de otro miembro de barra) estaban cansados, y la crisis que trajo el confinamiento al sector los terminó de decidir para dar un paso al costado.
—¿Ahí te metiste?
—Sí, pero no fue tan lineal. Yo quería meterme en el mundo de la pizzería porteña, y particularmente le tenía mucho cariño a este lugar, al que venía de chico. Cada tanto preguntaba a martilleros o inmobiliarias si sabían algo, si conocían a los propietarios, pero nunca aparecía información concreta. Hasta que en plena pandemia vi de casualidad, en internet, que el local estaba en alquiler. Pasé y lo vi casi desmantelado. Me acerqué, comenté que mi idea era mantener la marca y la propuesta, y por suerte me dieron el OK.
—¿Con qué te encontraste cuando entraron?
—Cerrada, Burgio había sido despojada de sus recuerdos: fotografías, cartelería y objetos en general se vendieron en remates; las sillas originales se habían ido. Muchos elementos los compraron productoras y directores de arte para ambientaciones. El local estaba pelado, pero el estado general era bueno. Quise intervenir lo menos posible: hacerlo más operativo sin tocar la esencia. Conservamos las mesas, mantuvimos las luces de tubo y, aunque cambiamos de lugar las barras de la entrada, buscamos que pudieran remitir al recuerdo de quienes venían a comer antes. Tuvimos que buscar fotos viejas y trabajar con una arquitecta para reconstruirlo.
—Los azulejos, del salón y hasta de los baños, parecen de casa de abuela…
—¡Los baños tenían letrina en 2021! Eso lo cambiamos, pero dejamos el resto. En parte del salón están las mismas venecitas de hace décadas. Adelante, los azulejos eran amarronados, un poco apagados. Dudé mucho, porque cambiarlos podía alterar el alma del lugar. Pero bajo una heladera apareció un azulejo amarillo que sirvió de pista para reconstruir la estética original, y aunque no conseguimos exactamente los mismos, pusimos unos muy similares y lo logramos.
—¿Cómo reaccionó la gente del barrio y la vieja clientela durante la obra?
—En enero de 2022 tomé el local y, tras meses de obra, con nuevas instalaciones de gas, electricidad y sanitarios, reabrimos en octubre. Yo sabía que era toda una responsabilidad, pero esos meses me lo confirmaron: los vecinos se acercaban a preguntar qué íbamos a hacer y desconfiaban mucho cuando les decíamos que Burgio volvía. Creían que, a lo sumo, quedaría el nombre. De a poco fueron viendo que cumpliríamos la promesa.
—¿Cómo armaron el equipo de trabajo?
—Fue un desafío enorme. Cuando me metí en el proyecto, los empleados originales ya estaban trabajando en otros sitios. Pero durante la obra, un ex pizzero se acercó, nos dejó su currículum y lo sumamos sin dudar. Después se reincorporaron dos más, y eso fue un gran espaldarazo. Además, los antiguos dueños fueron muy generosos, y junto al maestro pizzero oficiaron de supervisores de nuestras decisiones, especialmente las de cocina. Nos regalaron muchos secretos.
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—¿Qué cambió en la pizza?
—No queríamos romper la identidad. Seguimos haciendo pizza al molde, esponjosa y bien cargada de mozzarella. Los cambios fueron siempre para mejorarla. Compramos tomate fresco para reemplazar el procesado, asamos los morrones cada mañana en lugar de usar lata, gastamos más en la masa y mantenemos el provenzal. Son detalles que mejoran sin perder lo clásico. Pequeñas cosas —si la mozzarella tapa o no el borde, la altura de la porción— definen la singularidad de cada casa, y en Burgio esas “pequeñas diferencias” se trataron con respeto.
—¿Y de la propuesta en general?
—Trajimos un horno italiano para pastelería, hacemos helado propio y mantuvimos postres tradicionales como el flan. Cambiamos el formato del vino por un wine box, algo más contemporáneo, y sumamos a la carta bodegas actuales y de renombre. Pero nada de esto lo anunciamos. Queríamos mejorar el producto sin que se sintiera una ruptura. Y no queremos espantar al cliente de la vieja escuela con cartas extensas ni muy explicadas. El que quiere saber, pregunta. Y en líneas generales las mejoras se perciben, sutilmente, con la experiencia.
—No debe ser fácil encontrar esta respuesta pero, ¿cuál es tu variedad favorita?
—Casi sin titubear, digo jamón y morrones. Para mí representa lo que quiero que quede de la pizzería al que viene por primera vez o al que no deja de volver: sabor, tradición y calidad en los ingredientes.
—¿Cómo definís el público hoy, en Burgio?
—En principio los clientes habituales que tenían mucha emoción y expectativa volvieron y se quedaron. Desde la reapertura, el lugar volvió a tener la mixtura de públicos que lo caracterizaba: durante el día predominan los clientes en la zona de el corte -las barras donde comen de parado y por porción-. A la noche se suma la gente joven, y si hay partido o recital -es una zona cercana a la cancha de River y el estadio Obras Sanitarias-, el flujo cambia. Vienen familias, adolescentes, señores mayores. Es un espacio muy vivo. Tenemos algún que otro cliente bien reconocido por todo el equipo: esos que vienen de lunes a lunes. O los que te cuentan cosas de una Buenos Aires que ya no existe.
—¿Cuál es el objetivo actual?
—Mantener la identidad y que el lugar esté vigente. No querría que fuera solo un recuerdo: quiero que el corte, la barra, las sensaciones que se generan al entrar, continúen representando toda una historia y un estilo. Yo trabajo para que Burgio cumpla 93 años más.

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