Buenos Aires, 22/02/2025, edición Nº 3838
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Gourmet

El Federal: un bar notable de 150 años

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Nació como pulpería en 1864 sobre dos calles de tierra por la que entonces circulaban carros y caballos. Después fue almacén y prostíbulo clandestino. Dos décadas más tarde, desplazado por la aparición de los autoservicios, se reinventó como el café-bar tal como hoy se conoce. Cuál es su historia; los rituales que se perdieron y los que se conservan.

 

Estar en el bar El Federal es como protagonizar una película en blanco y negro, de las que pasan en el canal Volver. Aun de día, aquí circula un halo de aquellas tertulias que convocó al polaco Goyeneche, a su garganta “con arena” dispuesta a una grapa o una hesperidina servida en su mesa justo antes de alguno de sus shows por San Telmo. Pero entre sus mesas, también se cuelan algunas luces de la posmodernidad.

 

El antiguo reloj que cuelga de la barra de madera y vitreaux está detenido a las ocho, quién sabe desde cuándo. Porque este bar con aires tangueros cuenta su historia mucho antes de Goyeneche y sus tertulias: nació como pulpería en 1864 sobre dos calles de tierra, la misma esquina de Perú y Carlos Calvo, por la que entonces circulaban carros y caballos. Aquellos parroquianos se acercaban allí en busca de alguna copa, un juego de dados, una ronda de naipes, una apuesta. Años más tarde la pulpería fue almacén y era vox populi que en la planta alta del edificio, justo donde ahora es el depósito de bebidas, funcionaba un prostíbulo clandestino, por entonces llamado “casa de tolerancia” o “de las mujeres públicas”.

 

El mazo de cartas y los dados siguen firmes para quien los pida. Para las tablets y los teléfonos inteligentes hay wi- fi free disponible. Ciento cincuenta años después, algunos detalles muestran que, pese al reloj detenido, el tiempo pasa.

 

Un miércoles al mediodía una pareja de extranjeros, ella rubia platinada natural, él de bermudas y ojotas, ocupan una mesa, despliegan sus bolsas de compras y repasan la carta. Sin la traducción al inglés, juegan a adivinar algunos platos. En comida, lo fuerte son las picadas y, en bebida, los vermuts (los sirven al estilo tradicional, con el sifón en la mesa). Ahora trabajan en una nueva carta de aperitivos para reforzar la tradición del vermut.

De atrás llegan otras voces que dialogan con ruidos de platos, cubiertos y el roce de los copas de vidrio en las bandejas. Un señor de anteojos, marcos de madera, unos 70 años, lee el diario en otra de las ventanas. El bar se va ocupando desde los bordes hacia el centro, como si los visitantes quisieran escaparse de la incomodidad de estar en el medio del salón. El hombre cada tanto mira hacia afuera, queda fijo largo rato en el trabajo de los obreros que ahuecan la vereda. De afuera llega el ruido de colectivos, las voces de chicos que salen de la escuela, más colectivos.

 

Una turista toma fotos en el interior del bar. Camina con cuidado, como si algo fuera a romperse. La mirada atenta. Sus personajes son las molduras de madera, una vieja publicidad de una marca extinta (un cartel luminoso que ya no ilumina de Café Fundador Express), botellas antiguas, con algo de tierra, alineadas en una vitrina hasta el techo (tienen más de cien bebidas en sus envases originales, algunas añejas, sin abrir), la máquina registradora del siglo XIX, platitos de acero apilados, de los que acompañan el vermut.

 

– Cierro la dos, dice la moza a alguien de atrás de la barra.

 

Suena Come together, de Los Beatles. Ya no se escucha tango salvo cuando cada fin de semana, en algún momento de la noche, se acerca algún cantante a la gorra.

 

El señor de anteojos recibe a otro de su misma edad con tres besos en las mejillas. Conversarán por un par de horas con dos cafés ajenos a la ventana que los enmarca y al interior ya casi colmado.

 

– Marcha un postre vigilante y una banana con crema para la doce, encarga uno de los mozos.

 

Los vidrios de las puertas del interior tienen ribetes dorados. Enmarcado en esa especie de fileteado de lujo, por la puerta abierta se alcanza a ver, en diagonal, a un cartonero que come un sánguche en la vereda, a dos pasos de su carro, estacionado en la calle. De un bolso saca una botella plástica de algún jugo.

 

Otro retazo del mundo está aquí dentro. Una pareja mayor, ella con rasgos orientales, él canoso, con un aire refinado, elige una mesa en inglés. Un padre y su hija, ella Levité de pomelo, él un chopp, se ríen y conversan. Una mamá y una nena, en otra mesa; ella no se distrae de su celular, habla, luego manda mensajes; la nena come los grisines de la entrada mientras espera su hamburguesa. Dos extranjeros se instalan en la barra. “¿Qué hay de plato del día?”, pregunta uno, con el canto dulzón de algún lugar de Centroamérica.

 

En ese mismo lugar, allí donde hoy está instalada la barra de El Federal, sobre finales del 1800 se vivió un suceso extraordinario. Según cuentan, el año que marcó un antes y un después en San Telmo fue 1871, cuando la epidemia de la fiebre amarilla provocó un éxodo masivo de las familias patricias hacia la zona norte de la ciudad: sus casonas fueron alquiladas como conventillos y HOTELES  familiares que sirvieron como alojamiento para los inmigrantes europeos que llegaron al país a partir de 1880. Décadas más tarde, al excavar el pozo para anclar la barra que aún hoy es la niña bonita del bodegón, se encontraron cadáveres sepultados, víctimas de aquella epidemia.

 

En la década de 1950 el edificio reinauguró como almacén con despacho de bebidas, esa tradicional tipología del comercio porteño que, con su doble acceso y su amplia oferta de fiambres frescos, productos secos, mercadería al peso y brebajes etílicos, no sólo era el proveedor de rigor sino también punto de encuentro y referencia en el barrio. Se llamó El almacén de Don Jesús.

 

Cuentan que en esa esquina almacenera ocurrió un hecho trágico: la hija de Don Julio, el dueño del lugar, fue asesinada por su prometido en la puerta del local. Al saberse engañado por la joven, su novio la esperó hasta que llegó con su amante, momento en que escribió el irreversible final de aquella aventura.

 

Dos décadas más tarde el almacén empezó a ser desplazado por la aparición de los autoservicios, entonces el lugar se reinventó como el café-bar tal como hoy se conoce. Durante los primeros tiempos se llamó La puerta verde o El farol verde, no hay modo de que los antiguos se pongan de acuerdo.

 

El bar decayó en los años 90 y en 2001, en lo peor de la crisis, estaba cerrado. Pasado el ventarrón del corralito, lo compró y restauró un grupo argentino, el mismo que es dueño de cinco cafés notables: Café Margot (Boedo y San Ignacio), Bar de Cao(Independencia y Matheu), Celta Bar (Sarmiento y Rodríguez Peña) y Café La Poesía (Chile y Bolívar).El Federal fue declarado “Café Notable” por el ministerio de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires y reconocido como “Sitio de Interés Cultural” por la Legislatura porteña. Los cuadros flamantes relucen entre las reliquias que adornan el lugar.

 

Porque aquí las paredes hablan. Tienen marcas de otro tiempo, noticias como aquella pelea que en 1970 enfrentó al mítico Muhammad Alí en el imponente Madison Square Garden con Oscar “Ringo” Bonavena y fotos de los colectivos redondeados de antes, e imágenes de los mateos, que fueron masivos en la ciudad hasta 1930, por mencionar algunos.

 

Uno de los mozos cuenta que cada vez que viene a la Argentina el director de cine estadounidense Francis Ford Coppola se da una vuelta por El Federal. También recuerda que en 2012, la actriz de Amelie, Audrey Tautou, estuvo en la barra tomando algo. Pero la que mantiene viva el espíritu del bodegón es la gente sin fama, la desconocida, aclara.

 

Como aquella mujer que escribe y que cada tanto observa por sobre los lentes de leer de cerca. Luego vuelve a su cuaderno. Anotará ideas para un cuento, una crónica, una carta. Quién sabe. Cómo no recordar a la escritora Luisa Valenzuela que, cada vez que puede, cuenta que durante los años de la dictadura en algunos bares de Buenos Aires estaba prohibido escribir. La excusa era que los estudiantes pasaban demasiadas horas ocupando una mesa para consumir apenas algún café.

 

Está a punto de llover. Nadie parece percibirlo, no hay apuros allí dentro. El reloj sigue detenido a las ocho. La antigua cortadora de fiambre sobre la mesada de aluminio mantiene su ritmo. Un joven de delantal y gorro blanco detrás de la barra se ocupa del asunto. Sólo un ojo indiscreto puede ver una pequeña pantalla en verde: mira un partido de fútbol sin volumen, de reojo, mientras la actividad se lo permite. Recién ahí se percibe que el gran acierto es que en El Federal no haya llegado la televisión para colonizarlo todo.

 

Fuente: La Nación

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