Circuitos
El exclusivo y cotizado pasaje Malasia
El barrio porteño de Belgrano es considerado un país. Los vecinos lo encuentran distinguido y, a la vez, con acceso a todo lo que necesitan: más que nada se refieren a comercios en las grandes avenidas. En algunas calles del interior del barrio hay casonas aristocráticas que ocupan media cuadra: vivir aquí es tener mucama cama adentro, una o dos cámaras de seguridad custodiando el frente, tener jardín y jardinero, un guardia que recorra la cuadra vestido de civil, varios vehículos que duerman afuera.
Cristina Piro hace 59 años que vive en este barrio que no cambiaría por nada. Aquí llegó antes de empezar el Jardín de Infantes: vivió muchos años en una casa en Echeverría, a una cuadra de la avenida Cabildo. “Aquí uno siente como que es distinto a todo. Es diferente, no sé bien qué es, pero hay algo, como una imagen, una…”, se toma un instante para definirlo mejor. Abandona esa idea. Recuerda que hará unos cuarenta años, cuando se empezaron a ver los primeros edificios de categoría en las avenidas principales del barrio, se lo bautizó villa dólar. “Era una época en la que no se hablaba mucho del dólar, no se viajaba tanto como ahora”, dice. “Era porque estaba ligado a gente de mucho dinero”.
Los caserones empezaron a darle lugar a las primeras torres con jardines que conoció la ciudad de Buenos Aires. Son edificios que no comparten medianera porque están rodeados de parques y los pulmones de manzanas son verdes, inmensos. Sólo los perímetros de las cuadras están construidos; el interior está reservado para árboles, piletas, hasta alguna cancha de tenis.
Pero hay un pasaje, una de las cortadas que subsisten en Belgrano, de casonas exclusivas. Sus frentes son un elogio a la distinguida arquitectura europea. “Es como caminar en otro país”, dice Luciana, una vecina de Belgrano. “Uno se siente en Holanda”, grafica ella, que ha recorrido Europa. Se trata de Malasia, una calle que se extiende entre Maure y Gorostiaga, y en esos cien metros combina diversos estilos europeos. El ambiente que se respira parece fuera del tiempo: una callecita empedrada, alguien que pasea un perro, turistas de varias lenguas, aroma a flores detrás de portones o rejas.
A la vez, esta cortada que está al límite entre Palermo y Belgrano, se encuentra a tres cuadras de la avenida Cabildo, a 500 metros de la avenida Del Libertador, a dos cuadras de El Solar Shopping, en la avenida Luis María Campos. Eso es estar cerca de todo.
– ¿No me traés nada hoy?, lanza Alicia Cháves al cartero que pasa frente a su casa en ese pasaje sacado de un cuento.
Esta vecina es de las más antiguas en el pasaje. “Pocos son de mi tiempo“, dice. Pese a que no es tan frecuente el cambio de manos en estas propiedades de lujo, en los cincuenta años que hace que vive acá vio varios movimientos. En general, no se ven carteles de “En venta”, porque los negocios se concretan entre conocidos. “Algo que tratamos de mantener es el ser vecinos, nos ayudamos cuando alguien lo necesita. Tenemos las llaves de los que se van de vacaciones”, cuenta. “En esta época de verano muchos no están, por eso no te van a atender”.
Las exclusivas propiedades de este pasaje se cotizan desde 3000 dólares el metro cuadrado, según datos de la inmobiliaria Maure, con cuarenta años de experiencia en la zona. En su registro hay casonas de 800.000 dólares en promedio, aunque algunas se han cotizado en más de un millón y medio. Esto varía según los metros cuadrados cubiertos, la antigüedad de la construcción, la cantidad de espacio libre, la especificidad de cada casa: tienen más de 70 años y se combinan los estilos neo tudor, francés, colonial, renacentista y hasta gótico.
“Es muy lindo este pasaje y parece europeo. Queremos mantenerlo así, es algo que nos gusta para nuestra vida. El frente, el estilo, los adoquines. Tratamos de preservarlo tal como está”, dice Alicia. Hay una legislación de la Ciudad que va en esta dirección: apunta a resguardar las casonas históricas, no sólo a no demolerlas sino a respetar el frente; tampoco se puede edificar en altura ni está habilitada la zona para comercios. “Abrieron en un momento una consultora, pero cerró; ahora hay un estudio de psicología. Circula mucha más gente. Al principio nos chocó, pero después nos fuimos acostumbrando. Por suerte no hay negocios”, dice.
También les molestó -recuerda ella- el cambio de nombre de su calle, que hasta 1995 se llamó Arribeños y un día cualquiera fue Malasia. “Se cambió porque la embajada está a la vuelta. Lo hizo [Carlos] Menem para hacer buena letra con ellos. No nos consultaron nada y a los vecinos no nos gustó, pero nos enteramos sobre la hora y no hubo ni cómo quejarse”, dice. “Me acuerdo que venían todas las cartas mal. Fue un desastre”. En algunas casas aún se conserva el antiguo Arribeños.
Se disfruta la ausencia de comercios, todo parece más quieto sin la euforia de las compras. También se percibe otro silencio, un mudo control: cada casa tiene su portero con cámara de seguridad, también hay cámaras en cada portón de ingreso, además de carteles que anuncian “Custodiado”, “Prosegur”, sin contar las cabinas de seguridad en los extremos de este pasaje. No hay problema con que los vehículos pasen la noche afuera. Eso sí, muchos se estacionan con dos ruedas sobre la vereda, para no reducir tanto la calle de doble mano.
En una de esas cabinas hay un hombre que hace adicionales de la Policía Federal. Viste remera y jean. “Estoy de civil para no resultarle chocante a los vecinos”, dice. No puede dar su nombre. También él nota la tranquilidad cuando camina por el pasaje, y la agradece. “Está todo muy vigilado. Los hijos de los vecinos son buenos, no traen nunca junta”, suelta. “Ves a las dos o a las tres de la mañana gente paseando perros, no pasa nada”. De sus años de experiencia, sólo recuerda un episodio de robo, el caso del ex tenista Martín Jaite.
“Bienvenidos, mi casa es su casa”. Un cartel de cerámica azul tras las rejas invita a probar suerte. Si hay alguien, quizás abra y no interponga a su mucama. Al lado, en cambio, una mujer de voz cálida, se disculpó hace minutos: “Los dueños no pueden dar datos. Sí, sí, están pero no la van a atender”.
Edda Bianchi sí atiende. Una vez afuera mira su propio cartel de bienvenida y sonríe: pensó que no iba a ser fácil que muchos otros abrieran. En pleno verano y sobre la hora del almuerzo ella trabaja en sus tocados y otros accesorios para novias. Dice que a muchas parejas se les da por casarse no bien pasa el calor. “Con Alicia y Julio, que son los vecinos más antiguos, tenemos relación, nos vemos, nos saludamos muy cordialmente; incluso Alicia me trae la Virgen, que lleva a varias casas, y ahí chusmeamos del barrio”, dice Edda.
Ella llegó de Rosario hace quince años y caminó una cantidad de cuadras en la Capital para encontrar una casa con jardín. Vivir en un departamento le parecía muy hostil. “Caminaba desesperada buscando algo lindo que pudiera pagar. No conocía mucho Buenos Aires. Una vez, en una de esas recorridas encontré esta casa que decía ‘Dueño vende’. Entré y me quedé enamorada. Encontré lo que quería, con verde y a la vez cerca de todo”.
Se entusiasma por mostrar los diferentes estilos de este pasaje que hizo su hogar en Buenos Aires. Incluso en un momento atraviesa la reja de salida y desde la vereda habla, también ella, de esta calle “muy europea” que la encantó. Dice que su casa tiene un aire italiano, con sus varias terracitas y balcones. “Hay algunas, como aquella, que es bien española”, y señala con el brazo extendido al otro lado de la calle. Desde ahí se contempla una sucesión de casonas que se presentan como una elegante mezcla de formas.
“Es ecléctico el pasaje. La mayoría conservó el estilo original, por eso las casas de acá son muy buscadas”, dice. En eso, las voces de un grupo de turistas empiezan a sonar en el lugar. Un señor mayor explica algo, señala una casa de la esquina. Cinco chicas algo alborotadas lo siguen. Una de ellas, con una cámara tipo profesional, pide a las demás que posen en un umbral primoroso. Dos palacetes más allá estaciona una camioneta en la que se lee: césped en panel. Minutos después, hay un hombre sobre una escalera de dos metros recortando la enredadera del frente de una casa altísima.
A pocos metros de ahí, en 11 de Septiembre y Gorostiaga, el encargado Rubén Boiko limpia con un trapo de piso húmero el frente del edificio donde trabaja desde hace pocos días. Dice que disfruta de la tranquilidad y de la sombra. Los árboles inmensos techan toda su cuadra, algo que no ocurría en su anterior puesto sobre la Avenida del Libertador, donde trabajó por 16 años. “También me gusta que esté más limpio. Allá pasan los cartoneros, dejan basura ajuera”, dice. Entonces, cruza una señora paseando un golden retriever. Lleva una bolsita biodegradable en su mano.
Unos pasos más allá viene Fidel Gutiérrez con los cuatro caniches que cuida. Entra por el portón de un caserón tipo colonial de Maure, una de las calles que corta a Malasia, donde vive desde hace 12 años. Ocupa una pequeña casa de servicio, con entrada independiente. “Estoy especial contratado para los perros y también me ocupo de arreglar el jardín”, dice, afirmado en las rejas de madera. “Acá es bueno. Trabajo hasta las cinco de la tarde, después me baño y voy a conversar un poco con los otros encargados, con el personal de acá enfrente, con el almacenero de la vuelta”, dice. “A las ocho ya estoy de vuelta, miro dvds, televisión tengo”, agrega. Bares no hay en estas cuadras; menciona una bailanta en Plaza Italia, pero dice que no va, que no le gusta.
Fidel cuenta que es de Bolivia, pero que hace años su familia vive en Monte Grande, donde él viaja casi 30 kilómetros para pasar cada sábado, su día de franco. “¡Titina, dejá de joder!”, reta a una perra que se ensañó con una planta del jardín que cuida.
Fuente: La Nación
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