Circuitos
El bandoneón vive en una escuela de música en Puente Alsina
El cielo es gris en la tarde que espera la lluvia. Cuesta respirar hondo en la ribera fabril de Pompeya,en el ir y venir cargado de lo que sueltan los autos, colectivos y camiones; como si hubiera algo más entre lo pasajero y lo enraizado. El Puente Alsina se recorta desde el asfalto, sobre viejos edificios a la vera del Riachuelo, y crece, alto, contra el cielo. Hay dos fachadas duplicadas; una mira al municipio de Lanús y la otra a la Ciudad de Buenos Aires. La doble mano delimitada por hierros y remaches es lugar de paso. Y no es sólo eso. Dentro de su estructura, en la parte que corresponde a Capital, a hay una sala que se levanta por encima del hueco por donde pasan los autos, un tercer piso al que se llega incluso con ascensor. Aunque el trajinar es constante, los ruidos no entran. Ni los olores, a pesar de que las ráfagas rancias vuelven cada tanto, según los vientos, las aguas. En ese tercer piso largo que va de orilla a orilla, ahí, dentro del puente, se hace tango.
Circula entre los músicos que Rodolfo Mederos definió alguna vez al bandoneón como “el instrumento vivo que respira”. Para saber si vive, alcanza con una acción en apariencia simple: hay que estar cerca. O con un tipo de intimidad en la que se comprenda, de sólo oírlo, qué es eso de tener el corazón mirando al sur. Sobre el Riachuelo y sus genéticas migrantes funciona Polo Bandoneón. Es un centro cultural dedicado a la enseñanza gratuita del tango, donde se aprende a tocar todos los instrumentos de la orquesta típica; detrás de la enseñanza de cada uno, hay músicos de los grandes. Pero el eje es el bandoneón. Para abordar su estudio, están los maestros Néstor Marconi y Carla Algeri. Ella es, además, la directora de Polo, que funciona donde la avenida Sáenz se bifurca y se abre hacia un costado del puente.
Desde la planta baja se escucha la música que se hace arriba. Qué lugar más tanguero que el sur, y entre dos orillas, para enseñar un ritmo que late en la lengua madre de una poética del sentir, de la específica forma acompasada de pensar un mundo. El sonido del tango habría sido otro sin el fuelle. Nacionalizado rioplatense, llegó desde Europa a principios del siglo pasado. Viajó entre las cosas más preciadas de los inmigrantes. Con la Segunda Guerra se perdieron las matrices, el saber de quienes los hacían, el secreto de la fusión de metales, la aleación del acero que arma esa sonoridad característica. Circulan los que quedaron; pero son pocos, y los buenos, piezas únicas.
Costosos, suelen ser objeto de robo. Los músicos lo saben. En 2012, a Néstor Marconi le robaron dos de sus bandoneones, los que llevaba a las giras internacionales. “Uno se acostumbra a un instrumento con el que toca casi siempre, se encariña y se amolda”, se lamentó Marconi en una entrevista al día siguiente del robo.
De esa relación tan corporal entre el músico y su instrumento, hay una frase que se le atribuye a Piazzolla:“Mi bandoneón es como tener una mujer en los brazos”. Rodolfo Mederos tocó con él. Cuando viajaba en tren hacia Buenos Aires para empezar a actuar con Piazzolla, le robaron su bandoneón. El único que tenía por esos días. Negro. Nacarado. Nunca más lo volvió a ver.
El viaje de una práctica
Seis alumnos esperan a Néstor Marconi. Están sentados en una de las dos filas de sillas ordenadas hacia el ventanal que da a la avenida Sáenz y su bullicio comercial. En la pared que mira al Riachuelo, también hay ventanales. Todo es luz en el lugar. Cada uno tiene delante de sí un atril con las piezas a estudiar. Mariano Rey, clarinetista de la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires y coordinador artístico del Polo, les avisa que el maestro está atrasado. Los alumnos acomodan los fuelles sobre las piernas y se estiran hacia las partituras. Practican Sur, El día que me quieras, Che bandoneón. Negras, corcheas, marcas de lápiz sobre el pentagrama, números de la digitación: lecturas al servicio de la técnica y la interpretación. Marconi llega. Se sienta al lado del primero de la fila. No debe ser sencillo estar frente a él y saber: que era jovencísimo cuando vino con su familia desde Rosario para hacer su camino; que tocó con Basso, Atilio Stampone y acompañó a Goyeneche; que formó parte del Quinteto Real con Horacio Salgán; que dirige la orquesta Juan de Dios Filiberto; que recibió tres veces el diploma al mérito de los Premios Konex como uno de los mejores instrumentistas; que grabó varios discos, que está ahí.
-Este lugar es bárbaro -dice Claudio Valdovinos, alumno, violinista de cuarenta años que aborda por primera vez un viejo amor: el bandoneón-. Acá están los mejores profesores. Marconi, por ejemplo. Tiene mucho para dar, una persona muy simple que transmite todo: es un dios del bandoneón.
Valdovinos va y viene de un compás a otro. Avanza, pero vuelve a frenarse ante un pasaje difícil de El día que me quieras. Marconi tararea la frase con el nombre de la notas. Insiste, marca el pulso con el pie. El maestro es delgado, de espalda recta y hombros erguidos que no ceden al peso del bandoneón, que lleva buena parte del día sobre sus piernas. Sólo cuando ve que los compases suenan más aceitados, recién entonces -y aunque lleva más de una hora de clase- se relaja, dobla la espalda y se reclina sobre la silla.
-Un día mi padre apareció con un instrumento de estos -dice Marconi, y pasa la palma de la mano sobre el lomo brillante de un bandoneón-, y me encariñé tanto que dejé el piano y empecé a meter todo lo que había visto en el bandoneón. Así me hice. Solo. Como normalmente sucedía en mi generación.
-¿Sin libros? -pregunta Agustín Piñeyro, ingeniero jubilado, que ahora empezó a estudiar música.
-No sé cómo me eduqué técnicamente con el instrumento -insiste Marconi, y le sonríe a Piñeyro-. Veo a los alumnos que tienen obras escritas. Nosotros no teníamos nada. Hacíamos lo que yo comparo con el fútbol: un potrero con la música. Eso daba un oficio que ayudaba a la profesión. Después está el interés de cada uno y lo innato. Estudiaba más de tres horas por día. También ahora. Después del último mate necesito agarrar el bandoneón. No tengo una rutina, es lo que siento.
En 2009, el tango fue declarado patrimonio cultural de la humanidad. Cinco años más tarde, 2014, en el contexto de la Noche de los Museos, se inauguraba Polo Bandoneón. En el sí de la Unesco y en la consolidación como centro cultural referente del tango, Carla Algeri, su directora, tuvo una autoría importante: escribió el proyecto que se presentó ante la Unesco e impulsó la creación del Polo, ahí, enPuente Alsina. Algeri es bandoneonista. Estudió durante más que quince años piano y guitarra. Su vida es, desde siempre, en dos por cuatro.
–Creo que yo nací y en el Winco del patio de mi casa sonaba Te quiero, en la versión de Abel Córdoba con Osvaldo Pugliese. Cada domingo, nos sentábamos con papá a escuchar las orquestas de tango. Él me invitó a faltar un lunes a la escuela para ir por primera vez al bar El Celta, sólo porque Pugliese paraba allí antes de ir a ensayar a APO [Asociación del Profesorado Orquestal]. Papá se acercó y le habló: “Osvaldo, ¿será que podemos entrar al ensayo?”. A la hora, estábamos sentados viendo cómo el maestro les decía a sus músicos: “Muchachos, conmigo”. Y así pasaron muchos lunes sin escuela, pero con orquesta. Un día Pugliese me invitó a tocar con él. No me llegaban los pies al piso. “¿Qué querés hacer?”, me preguntó. A cuatro manos, hicimos La yumba. Y me enseñó cómo había que estudiar el piano, que después me lo repitió Mederos, para el bandoneón. Había que tocar todos los días. Así lo dijo: “A la mañana, siempre técnica. En la tarde, la obra nueva para abordar. Y a la nochecita, lo que uno tenga ganas”.
No cualquiera entraba a esos ensayos ni recibía consejos de esa voz. Ella también guardó lo que “don Osvaldo”, como lo llama, le sugirió sobre el día de un concierto. “Lo que uno no hizo, no hizo -recupera Carla de la voz de Pugliese-, y cuando llegues al lugar, hacé dedos, lo que sea. Porque no vas a resolver en cinco minutos la problemática de un pasaje. Y luego, con un poco de audacia y sin emoción, se afrontan las situaciones que son complejas.” Para la directora de Polo Bandoneón, los maestros dan ese plus, el de “haber pasado por todos estos lugares, haberse subido a un escenario, vivido -remarca- y luego al alumno le sintetizan en cinco minutos, lo que le llevaría diez años descubrir por sus propios medios”.
Algeri estudió Ingeniería. Se casó. Se separó: el matrimonio no le hacía lugar al tango. A los 27 años, madre de dos hijos, decidió empujar lo que estaba detenido. “Tenía que volver a mi música de la mano de un instrumento que no tuviera recuerdos: el bandoneón”, dice. “Andá con Mederos”, le sugirió Néstor Ybarra, su maestro de guitarra. Y le dio una guía de tres puntos para encontrar a un maestro.
Primero: que cuando quisiera estudiar con un instrumentista, se asegurara de que tuviera todo lo que el aprendiz quisiera tener, porque lo que un maestro no tuviera para dar, no lo iba a poder enseñar. Segundo: que lo pudiera ir a ver tocar, que no se buscara un maestro que no se subiera al escenario. Tercero y fundamental: no bien estuviera en la entrevista, tenía que verlo tocar. “Es así -dice Algeri-, cuando un maestro ve un instrumento, lo quiere tocar.”
El tango está anclado en ese tercer piso del puente. En el aire que cambia con la exhalación de cada fuelle, en las paredes y la exposición de fileteados de Martiniano Arce, Luis Zorz, los hermanos Brunetti -por nombrar algunos-, y la muestra de fotos sobre Aníbal Troilo. Todo cuanto sucede ahí, desde afuera no se ve, no se escucha. A través de los ventanales altos, se reflejan los techos de autos que se llevan a su paso algo de música. Adentro, maestro y discípulo entran sin vueltas a un compás difícil. Néstor Marconi hace un dibujo con los dedos en el aire, pide el fuelle y toca. El espacio se agiganta de sonidos. No suena igual a cuando lo tenía el alumno, el instrumento da ahora una sonoridad a lo Marconi. En el viaje de la práctica, se lo escucha decir: “Acá es negra, vos lo hacés como una blanca. Vas rápido. Contá: dos, tres, cua. Te quedás sin aire, eso pasa. Aunque lo sepas de memoria, leelo”.
El maestro hace sonar el bandoneón y canta las notas. “Andá más tranquilo, para eso estamos acá”, dice, y el instrumento vuelve al alumno. “Con los nervios, uno tiende a correr. Se debería pensar para atrás, para quedar donde debería estar. Ir más lento de lo que a uno le parece, para estar en el tiempo justo”, dice Marconi. Explica música. Habla sobre el tiempo. Y lo que se escucha aquí bien podría salir de un aula de Filosofía. NR
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