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Catadores de sabores: el trabajo de decidir qué productos llegan al mercado
Un nuevo sabor de jugo, un café más fácil de batir o un alfajor de arroz. “Blends” de quesos rallados, rellenos de tarta listos o milanesas de soja más tiernas. Las empresas se la pasan pensando nuevos productos y cómo mejorar los que ya venden. Y en ese proceso, cada vez más, participan los consumidores. Eso sí, no todos: sólo una minoría que, en complejos experimentos, tiene la última palabra sobre qué propuestas llegarán a las góndolas y cuáles nunca verán la luz.
¿Quiénes son esos “paladares anónimos” que prueban todo antes que el resto; esos embajadores del gusto colectivo convocados en forma creciente por los fabricantes para frenar a tiempo innovaciones destinadas al fracaso? A veces es gente común, elegida al azar para probar algo y decir qué le pareció. Pero otros pueden cobrar hasta $ 1.000 por prueba. En especial si participan de las investigaciones más sofisticadas, que les requieren entrenarse como catadores o hasta permitir que les “lean el cerebro”.
Para muchos, el de “paladar” es un oficio. Es el caso de los 20 degustadores de la consultora Sensvalue, quienes pasan largas horas probando de todo en un laboratorio. Estas personas, de sensibilidad entrenada, cumplen un rol central. Si la misión fuera mejorar un jugo de naranja envasado, por ejemplo, ellos deberán registrar al detalle cientos de sensaciones que le generan tanto la composición actual del producto como las posibles fórmulas superadoras. Y no sólo en sabor: también evalúan el aspecto visual, el aroma, la “textura” al tragar y cómo queda la boca después.
“Es gente con talento innato para distinguir sabores y aromas, que además se capacita para cada degustación. Se les paga por sesión para hacer un ‘mapa sensorial’ de cada versión posible del producto. Luego 150 personas comunes prueban cada muestra y sólo dicen si les gusta o no. Y, al cruzar toda esa información, llegamos a cómo debería ser el nuevo producto para que le guste a la mayor cantidad de gente”, explica Eduardo Sebriano, gerente general de la firma, que cuenta entre sus clientes a Arcor, Nestlé, Coca Cola y Sancor.
Ana De Diago, docente de 35 años, lleva más de dos años como degustadora allí. “Llegué a hacer perfiles sensoriales de diez tipos de salchichas distintas, midiendo más de 80 sensaciones en cada una. Aprendí mucho y me sirvió para cocinar más rico en casa”, recuerda, mientras supervisa un testeo de chocolates. Y cuenta que el oficio tiene sus reglas, como beber agua entre pruebas, comer poco antes de las sesiones y hacer pausas largas para no “saturar la percepción”.
El Laboratorio de Análisis Sensorial de la Universidad Católica Argentina es otro ámbito donde personas testean productos que buscan salir al mercado. En este caso, agregando otras técnicas para simular un consumo habitual del alimento. Y hasta le filman la cara al participante mientras prueba para detectar por computadora “microgestos” delatores de las emociones que experimentó. Recientemente, evaluaron así el potencial de un vino en polvo y trabajaron con cervezas, chocolates y café.
“Son técnicas nuevas que hasta hace poco no existían. Las empresas están recurriendo a estos estudios muchísimo más que antes para comprender los gustos del consumidor”, comenta María Clara Zamora, responsable del espacio.
Pero hay consumidores que también prestan sus cerebros a las empresas. Para cada una de sus investigaciones, la consultora holandesa Neurensics Latinoamérica recluta a 20 personas y les paga de $ 300 a $ 400 por acostarse hasta una hora en un resonador magnético mirando una pantalla. Así, los científicos registran qué les pasa en el cerebro cuando miran la foto de un producto que probaron minutos antes o la imagen de un envase rediseñado. Con esa información, que incluye aspectos inconscientes, la compañía afirma que puede predecir las decisiones de compra futuras de la gente.
Más allá del método, y gracias a los “paladares anónimos”, las empresas están creando una suerte de mapa cada vez más completo de las preferencias de la población. Formado por datos que, en algunos casos, sorprenden.
“Los argentinos nos hacemos los sofisticados –ejemplifica Sebriano–, pero vemos que el chocolate nos gusta mucho más con maní que con almendras, y los mejores cafés del mundo acá nos parecen horribles. En carne sí reconocemos la mejor calidad, aunque solemos preferirla un poquito pasada, porque se pone más tierna.”
Algo que lamenta De Diago, degustadora experta, es que las personas comunes a cargo del veredicto final a veces terminen eligiendo (y llevando a las góndolas) la peor opción, engañadas por saborizantes o aromatizantes intensos. Y reflexiona: “Uno a veces se pregunta cómo puede ser que la gente común prefiera ciertas cosas …”.
Fuente: Clarín
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